Educar antes que amar
- Eric García Valladares
- 5 jun
- 4 Min. de lectura

¡Si! Leíste bien. Desde hace algunas décadas esta frase empieza a sonar fuera de lugar. Suena a desconsideración. Suena a que la rigidez del aprendizaje es más importante que el amor. Pero como dijo Jack el destripador… vayamos por partes.
Regresemos en el tiempo a una época, en que las madres podían ponerte en ridículo delante de otras personas, conocidas o no, pretendiendo darte una lección de honestidad, responsabilidad, amabilidad u otros valores destacados que se consideraban indispensables. Por ejemplo, si al llegar a una tienda escondías un par de dulces mientras el tendero estaba distraído, corrías el riesgo de que tu mamá (a quien no se le va ninguna de tus miradas delatoras o tu lenguaje no verbal), te pusiera primeramente un “estatequieto”, acto seguido elevaba la voz para decir “…y ahorita mismo le vas a pedir disculpas a Don Pepe…” y ahí estabas con tus lagrimones pidiendo disculpas entre sollozos. Y ¡aguas y que no se te entendiera! porque tenías que repetirlo, aunque te explicaras igual que Chabelo cuando lloraba y platicaba.
Algunas mamás de los tiempos actuales, ven esto como inadmisible, ¡cómo voy a ridiculizar a mi bebé delante de los demás! ¡no! ¡eso sería una muestra de mi falta de amor! “…Mejor ya en la casa, platico con él para conminarlo a que no lo vuelva a hacerlo ya que no es correcto…dejaré que use sus palabras para expresar el por qué lo hizo… le daré la oportunidad de que reflexione sobre sus actos y mejore su conducta…” Estadísticamente, lo anterior ha funcionado muy poco. Para lo único que sirve un diálogo de esas características es para que los padres no sientan culpa de humillar a sus hijos delante de los demás.
En el pasado (algunas décadas atrás) cuando tu papá te encargaba lavar los trastes antes de salir a jugar, y tú te hacías como que la virgen te hablaba, salía tu papá a mitad del partido, precisamente cuando al fin te habían incluido en la alineación y estabas a nada de convertirte en Hugo Sánchez, salía tu progenitor y te gritaba voz en pecho ¡Órale jijo de Sushi y Tepanyaqui! ¡Véngase a lavar los trastes antes de que salga por ti y te arranque las orejas para que obedezcas! Y allá ibas, “con las orejas caídas, con el hocico rompido y con la cola entre las patas”. Una humillación épica. Que para lo único que servía era para que nunca se te volviera a ocurrir dejar un trabajo a medias o desobedecer las órdenes de tu amado padre.

Una de las faltas más graves en la escala de conductas que merecen una reprimenda pública, era la de “no saludar”. Eso era gravísimo. Llegabas a casa de tu tía y te daba gusto ver a tus primos, así que ibas directo a jugar con ellos, pero en ese instante sentías una punzada creciente cerca de la sien que elevaba el cuero cabelludo y te hacía despegar una piernita del piso con más gracia que coordinación, era tu papá regresándote de las patillas para que saludaras. ¡¿Qué no piensas saludar a tus tías?! Insisto una falta grave en verdad. Y ahí vamos de nuevo con las humillaciones públicas.
Esas actitudes generaban un descontento en tu persona. ¡Claro! Sin embargo, iban formando tu personalidad e incluso tu carácter, Te convertían en una persona que era cuidadosa de los detalles de cortesía, honradez, cumplimiento y responsabilidad. Sabías diferenciar entre lo correcto y lo dudosamente honesto. Incluso algunos de los jóvenes corregían a sus compañeros y los evidenciaban con los demás por realizar actos que faltaban claramente a las reglas del decoro y las buenas maneras.
Entiendo hasta cierto punto, la madurez emocional con la cual los actuales padres han eliminado las prácticas “violentas” hacia sus “bendis” y ya no incurren en golpes para sancionarlos. Sin embargo, hay algunos otros daños colaterales en la evitación de las consecuencias (castigos no, consecuencias,,,si). Los límites deben ser establecidos en acuerdos comunes y deberán ser mantenidos con firmeza y amabilidad. Una cosa es poner límites que según el desarrollo de la convivencia se puedan ir ajustando, y otra muy diferente es que sean modificados esos mismos límites a conveniencia de los hijos caprichosos.

Suena muy trillada la frase y hasta un poco sesgada, pero tiene mucho de verdad, “…te corrijo porque te amo…” Y algunos estrictos y hasta fanáticos dirán “…si…pero hay formas…” Por supuesto. No pretendo que seamos radicales. Sólo que entendamos la necesidad imperante de formar personas deseables para la sociedad. Amar es importante. Precisamente porque te amo te educo. Y en ocasiones esta relación tiene una propiedad conmutativa ya que al corregirte te demuestro mi amor. Es lindo amar antes de educar, cuando lo más importante en los primeros años de vida es dar amor a manos llenas. Pero cuando la interacción familiar y social se hace presente, es muy probable que venga primero el educar antes que amar.
En Diario 21

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