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Arturo De la Cruz

Una decisión

Autor: Arturo De la cruz Román


Después de unos cuantos tragos, después del canto y las risas, después de una charla llena de fricciones, ella decidió que era hora de ir a casa, la luna fue la única que atestiguo durante el trayecto del camino que algo entre nosotros no estaba bien. Acepto que cometí un error, no debí decirle que me gustaba lo suficiente como para no tirar la toalla después de cinco rechazos que ya me había hecho, supongo que era un momento incomodo, lo único que importaba era llegar a nuestro destino.

Al llegar a casa me invito a pasar como de costumbre, dijo que se sentía un poco cansada, que se pondría cómoda y que dormiría, está bien conteste, no quise irme enseguida, algo no estaba bien conmigo así que decidí sentarme en su acera, me dedique a pensar en que quizá era justo dejarla en paz, que el cariño que había nacido dentro de mí solo florecería como un simple amor platónico, tierno e inocente y eso era suficiente para mí, pero aun así no me sentía bien, tenía ganas de arriesgarme y hacer algo más que solo marcharme.

Dos ideas jugaban con mi mente en ese momento, se mecían de columpio en columpio parecían dos infantes discutiendo la victoria de una tan inocente competencia, me serví un trago de valentía, me levante y fui a verla, me observo, se levantó de su cama y caminó hacía a mí, ¿ya te vas? preguntó, conteste que sí, me abrazo para despedirse, esa era mi oportunidad, no quería desaprovecharla, ¿crees que pueda recostarme a tu lado al menos cinco minutos? pregunte susurrándole al oído, asintió con la cabeza, claro, dijo.

Hizo un pequeño espacio en la superficie de su colchón, me recosté observando hacia el techo, por unos instantes pensé en que quizá no moriré con la absurda idea de algún día prepararle un café y llevarle el desayuno a la cama para tratar de curar sus resacas, sus días deprimentes, incluso vendar sus heridas, esas que hacen estragos en el alma y todo eso sin necesidad de que ella lo pidiera, aunque no emitiera palabra alguna.

El hecho de sentir su presencia tan cerca ocasiono una ligera sonrisa y un suspiro en mí pecho, a pesar de estar a su lado aún existía una pequeña brecha, algunos centímetros inoportunos que delimitaban su espacio con el mío, no la note incomoda, me sentí en confianza de poder observarla y justo en ese momento también mi miró, coincidimos, sus ojos parecían decir que lo mejor era disfrutar del silencio, cualquier sonido emitido por nuestros bocas interceptaría en contra de nuestra voluntad.

Levanté mi brazo, pero esta vez no dije nada, levanto sutilmente su cabeza y se acomodó sobre mi pecho, el tacto áspero de mi mano derecha comenzó a acariciar su mejilla lentamente hasta subir a sus sienes. El estado emocional en el que me encontraba era complejo ya que era difícil distinguir entre si lo que estaba tocando era la suavidad de su piel o la textura de los pétalos de una rosa.



Poco a poco fui abriendo camino entre sus raíces capilares, me atreví a adentrarme en el laberinto de sus perfumes, quería empapar mi olfato de su aroma, necesitaba respirar sus feromonas y saciar la sed de mi espíritu, cada poro de su piel estremecía, como si la isla de su cuerpo colapsara en pequeñas erupciones, mi alma y su ser se estaban fundiendo, no eran dos simples cuerpos mortales emitiendo calor, éramos más que eso, éramos materia en su máxima expresión conviviendo en un espacio-tiempo, causando reacciones químicas, dando fe a las teorías físicas, esa noche comprendí que mi amor hacía ella no se crea ni se destruye solo se transforma.

¡No puede ser, tu corazón está latiendo demasiado rápido! es posible que te de un infarto o algo parecido, dijo mientras colocaba la palma de su mano sobre mi pecho.

No sucede nada, contesté, muy en el fondo estaba realmente feliz, estaba acariciando a la mujer más hermosa que había conocido, el escenario que se produjo entre nosotros dos dejó de ser un simple anhelo, dejo de ser un deseo mundano.

¿Por qué te sigues absteniendo? Pregunté, déjame quererte, te aferras mucho a una idea, eres igual o más terca que yo. Ella solo sonrío, y quito mi brazo de su cabeza, comprendí que era hora de irme, no es necesario explicar lo que sucedió en ese momento.

Llegué a casa contento y satisfecho, sumergido en plenitud, dejé las llaves colgadas en un clavo que se encuentra de lado izquierdo del ropero, abrí las ventanas de mi cuarto, desamarre las agujetas de mis botas y encendí un cigarrillo antes de recostarme en la cama, solo unos ligeros rayos de luna iluminaban el interior de la habitación, aun no podía creer lo que había sucedido, comencé a cuestionarme, ¿Por qué no lo intente anteriormente?, ¿cuantas veces pudo haber sucedido si me hubiera armado de valor aquellas ocasiones en las que sólo guarde silencio y me marche?, ¿hubiera sido prudente besarla?, ¿de qué manera tendré que reaccionar la siguiente vez que la vea?, así se fueron volando diez minutos y dos cigarros.

Esa noche soñé con ella, sobre ella, dentro de ella, y de todas las maneras posibles que alguien se pueda imaginar.

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