Entre valles y praderas doradas, ahí se recostaba cuando el atardecer apenas asomaba, bajo la sombra de aquel árbol que su abuelo plantó. Sus padres solían decir que era la niña más bonita de aquel poblado. Por las mañanas cuando el sol salía sus negros cabellos brillaban como la noche, cuidaba de sus cabritos y al mismo tiempo jugaba con ellos, pensando en ser la doctora que los salvaba. Después iba a la escuela, recorría un amplio camino para llegar, a un kilómetro de casa, su madre todos los días iba por ella porque aún era una niña; que nunca debió estar sola, no ese día, ni siquiera un par de minutos.
En clases solía ser la mejor, pero amaba jugar como todos los niños, iba y venía por toda la escuela con sus amigos. Su madre la recogía a la una de la tarde luego compraban caramelos de café (eran sus favoritos) y caminaban para llegar a su pequeña, casa donde la esperaban su padre junto a su hermano para comer y hacer su tarea después. Era una niña como todas, nada la hizo brillar más, ni su inteligencia, ni su amor por los animalitos, ni sus cabellos como la noche, ni sus ojos grandes, solo fue un corazón desquiciado o un par de monedas. Ella brilló en su hogar como la gran mayoría cuando somos niños, pero ese grande amor no pudo salvarla, en este mundo se necesita algo más, siempre algo más.
Un día cualquiera de otoño; el calor no era más intenso, no había más viento, más frio, era igual sin ninguna señal que lo hiciera diferente, hasta que salió de clases y mamá se retrasó, los motivos poco importan ya. Esperó un par de minutos a mamá o a papá, pero nadie llegó, aunque solo fueron un par de minutos no quiso esperar porque ¿qué podría pasar? su madre salió de casa y ella de la escuela a la misma hora, un camino tan sencillo que podrían encontrarse a la mitad, si esa persona no la hubiera hallado; la tomó del brazo y nada apareció, no hubo un lápiz o un cuaderno tirado en el suelo, ni una pista de la persona que se la llevó, nadie lo conocía y nadie nunca lo conoció.
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