Empuño el libro con desesperación,
atrayéndolo con fuerza contra mi pecho.
El oscuro velo de la melancolía y el dolor
asfixian el hilo de voz y con ella mi aliento.
Seguro perdí la cabeza,
quizás es secundario al encierro,
o quizás mis brazos anhelan estrujar el talle de
alguien que partió hace muchísimo tiempo.
Siento hervir la sangre en una mezcla de ira e impotencia,
de necesidad de enmarcar con mis manos su semblante.
Con un débil susurro afirmar que no están solos y quizás,
que las cosas saldrán mejor en un futuro no tan distante.
Pero no puedo.
Numerosas décadas separan nuestras existencias.
Y contra mi corpiño se encuentra el legado que dejaron,
manchado con círculos de lágrimas negras.
Es ridículo, lo entiendo.
Sufrir por amor el martirio de un autor que ya nos ha dejado.
Pero cada vez que abro su verso o su prosa, suspiro y digo:
“Ay, yo te hubiera amado”.
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