En un lejano imperio situado entre lagos y montañas, reinaban Irécha y su esposa Tzintzuni quienes anhelaban tener un hijo. Una mañana, cuando el sol se asomó en la hondonada de Ihuatzio, brotó una bella flor que tenía entre sus pétalos un caracol de jade. La reina tomó el caracol entre sus manos, lo llevó a su aposento y nueve meses después nació una bella niña a la que llamaron Tsïtsïki.
La tez de Tsïtsïki era morena, sus ojos color borgoña y su cabello negro azulado. El rey y reina estaban convencidos de que su hija era un regalo de los dioses. Ella crecía con todas las atenciones, halagos y regalos propios de una princesa de su estirpe. Vestía con túnicas de su color favorito, el rojo, y su madre colgaba de su cuello el precioso caracol de jade. También amaba la naturaleza y los animales.
Cuando Tsïtsïki cumplió 2 años corría alrededor de una gran pirámide hexagonal con punta redondeada y piedra volcánica, similar a la de sus ancestros andinos. Jugaba también a las muñecas con las niñas de la corte, dichas muñecas eran de tela y estaban pintadas a mano por los artesanos del pueblo. El juego de saltar en las laderas, bailar sus danzas y cuidar de sus mascotas fueron parte de su crecimiento.
Los sacerdotes del imperio colocaban ofrendas frutales y vegetales en el Chac Mool de cobre. A Tsïtsïki le impresionaba, decía: “¡El Waxanuti (que significa “el que está sentado en un patio”), se va a cansar con tanto peso!”. Al cumplir 3 años sus padres le mandaron hacer unas artesanías de madera con la representación de sus deidades en forma de animales, eran: el águila, la tuza, la serpiente, la comadreja, el venado y el pato, los cuales le encantaron. Desde muy pequeña, Tsïtsïki sabía que tenía que honrar a toda la creación de la diosa Cuerauaperi (Madre de los Dioses), el dios purépecha Curicaueri y el temido dios del inframundo Tucupacha.
Al cumplir 4 años, los sacerdotes la llevaron a Tzintzuntzan para presentarla a los dioses en su altar mayor; al momento de colocarla, un hermoso colibrí dorado salió de la Yácata para posarse en su cabeza. Tsïtsïki reía de felicidad. Los Acháecha (señores principales) le obsequiaron una lancha llena de flores de mil colores, para pasear por todo el cristalino lago de Pátzcuaro.
A su regreso, Tsïtsïki degustó su platillo favorito: las exóticas Khurhúndas, parecidas a sus pirámides por sus formas triangulares y hexagonales. Después disfrutó su postre favorito: un helado de aguacate. El pueblo purépecha era pacífico pero también festivo y el clima era muy agradable. Ese día fue extenuante pero valió la pena.
Tres días después, los sacerdotes del templo mayor anunciaron la llegada de un cometa, un mal augurio. De las montañas comenzaron a descender los mexicas, un pueblo conquistador. Los purépechas se pusieron a salvo en la isla de Janitzio junto a los monarcas, y el colibrí dorado apareció nuevamente revoloteando alrededor de Tsïtsïki para indicar al sacerdote principal (Petamuti) que la llevara al Chac Mool de cobre y salvar su vida. El Petamuti la colocó en la escultura que estaba en la cúspide de la pirámide y bajó corriendo.
Tsïtsïki estaba asombrada, el colibrí dorado se volvió a posar en su cabeza. De pronto, el caracol de jade comenzó a atraer todo hacia su centro. Tsïtsïki fue absorbida por el caracol de jade, junto al colibrí dorado, el Chac Mool de cobre y su majestuosa pirámide. Sus padres clamaron a los dioses, su pueblo lloró, los mexicas huyeron, y del cielo se escuchó:
¡No te vayas Reina Roja! ¡Yo estaré aquí! ¡Y hasta el fin de los tiempos, esperaré por ti!
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