El día había transcurrido con la misma prisa que te atiende un burócrata que le faltan seis días para cobrar; mis energías estaban tan gastadas como aquellos jeans que sigues remendando. Pero mi sonrisa, mi característica sonrisa, esa sí que no había aparecido desde el amanecer. Hay días así. Te levantas con una expresión de “no estoy molesto, no estoy triste, sólo estoy ocupado”. Y como solía decir Eliyahu M. Goldratt “el hecho de estar ocupado, no significa que seas productivo”. Por tu mente pasan veinte ideas para encontrar atajos y casi en voz inaudible dices “por favor que ya se acabe el día”. No piensas en rendirte, sólo quieres un mejor momento, renovar tus fuerzas, aclarar las ideas, sacudir malos pensamientos, desaparecer en lo que el sol se pone gafas y el viento roba un perfume. Revisas tus recursos y te acuerdas que no te apellidas Slim, por lo que regresas a tu tarea con un poco de mejor actitud que hace unos minutos. De pronto, como en este momento, te das cuenta que estabas hablando de tu día y ya estás escribiendo en tercera persona. Así que corriges y sigues con tu historia. Mi siguiente actividad requería caminar un poco. Eso me ayudó bastante para reacomodar fragmentos de mi persona, de esos que, la mayoría de las veces, se extravían en las diferentes interpretaciones inconclusas y terminan exhaustos ahí donde duelen los “te quiero”, en un rincón del alma (Alberto Cortez, 1976). Respiré profundo, me di una palmadita en el hombro, me dije cosas bonitas de mi persona, y seguí moviéndome; nótese que no dije “seguí avanzando”.
Cuando empezaba yo a fluir, se escuchó como el rugido de un jaguar que se paseaba por mi estómago. Adivinaste, me dio hambre. Así que puse una mesita junto al sofá y me preparé un delicioso sándwich de jamón con pollo para disfrutarlo mientras veía alguna película divertida. Una comedia con temática musical (que no cae en el género de “un musical”). Mi paz interior empezó a acomodarse; el jaguar intestinal tomó una siesta, mis pensamientos se gobernaron a sí mismos, mi tranquilidad se reinició, ¡ah! fue un momento en equilibrio. En un instante mi mente puso atención al momento presente, y la sensación de dicha llenaba mi piel completamente, incluso empecé a reírme de las peripecias del protagonista.
De pronto, en la trama de la película, se escucha una canción que describe un “largo y sinuoso camino”. El mundo se detuvo con aquella formidable obra de arte proveniente de la inspiración de McCartney. Aquella que escribió cuando sabía que el cuarteto Liverpool había llegado a su fin y describía ese hecho como una metáfora de la travesía profesional con sus compañeros. La vistió con cuerdas que suavizaron hasta el carácter más áspero; el piano nos lleva de la mano a caminos conocidos, nos conduce a la mañana del día de hoy, a esa lucha interna entre alimentar mis miedos para justificar mi inacción, o al sostenimiento de la voluntad a cualquier precio. Casi sin darme cuenta, mis lágrimas empezaron a rodar como una caricia consoladora; como una pincelada emocional que dibujaba mis recuerdos; como una tinta silente de zozobra; como una brisa de impulsos contenidos; como la réplica de un caos que ve nacer un sentimiento. Mi corporalidad se averió sin previo aviso, mi mirada escaneaba mis zapatos y mis hombros descendían asimétricos y a desnivel.
“Muchas veces he estado solo, y muchas veces he llorado; de cualquier forma, tú nunca sabrás, de cuantas maneras lo he intentado”. Eso me conectó con el pensamiento de desconexión. Si. Tal como lo leíste. ¿Cuántas veces hemos dado aquello que considerábamos era lo mejor, pero no bastó? ¿Cuántas veces los demás han dado lo mejor de sí, y nosotros no hemos reconocido ese esfuerzo? Cuando no hay conexión, sentimos que ningún esfuerzo será siquiera visible para quienes amamos. Y no es que seamos del todo malas personas. Es sólo ese instante que nos vuelve indiferentes. Sentí la necesidad de respirar profundo, de estirar mis brazos, de ofrecer disculpas, de escuchar que todo estará bien. Al final hice todo eso y escuché mi voz en mi interior diciendo “te disculpo y te aseguro que todo estará bien”.
La canción terminó, mi sándwich también y mis húmedas mejillas estaban listas para sostener mis ojos, aunque no por completo mi mirada. Llorar te lubrica el alma.
He sentido un abrazo en la distancia, he colgado tus besos en mi estudio, haz llenado mi alma de esperanza, y una tarde fugaz, yo seré tuyo. Porque el alma requiere de su espacio, mas no es menester que sea tan grande, sólo basta una estrofa y mi cansancio, para poner mis brazos a tu alcance. Sigue adelante.
En Diario 21
Comments